martes, 7 de febrero de 2012

Residencia en Ibn Sahlaam

Residencia en Ibn Sahlaam

Al final he fijado residencia en algún lugar. Dentro de mis vagabundeos existenciales y mi larga andadura por los predios de la nada, encontré, en una de las rutas y cavilaciones perdidas, la ciudad ideal para vivir.

La arquitectura de una ciudad cualquiera dice mucho de sus fundadores y habitantes, así como también de sus dioses, creencias y prácticas religiosas. Tan pronto llegué a la ciudad, sin apoyo de mapas o guías turísticos que nos informan de lo que todo el mundo sabe y repiten como loros la información almacenada, pude sentarme a contemplar el sol, que como una moneda de oro gigante y resplandeciente saludaba la llegada de este náufrago interior.

Las calles de la ciudad amurallada, no se sabe para defenderse del ataque de cuales enemigos o si en el pasado tuvo algún asedio militar de otras tribus o pueblos, es una superficie de varios metros formada por piedras del lugar unidas por una argamasa antigua con columnas de madera petrificada. Los frontones de los edificios y las fachadas de las casas sencillas nos evocan aquellas narraciones de Stevenson y las ciudades visitadas por el líder de los Argonautas.

Allá también he buscado la esencia fantasmal y maldita de Diana King. A Ibn Salaam me ha perseguido el fantasma que persigo. A Ibn Salaam también ha huido el fantasma del que huyo. Adentro de sus estancias he aspirado el aire sofocante del infinito verano del desierto, lo que ha provocado que muchos de sus oscuros y pocos habitantes se hayan quejado ante la administración municipal, quienes han declarado la imposibilidad de resolver el problema por ausencia de fondos y de ayuda internacional.

Me llamó la atención su organización legislativa. Las leyes, hechura de la costumbre y solemnizadas por el Legislador, también son testigos presenciales de los procesos históricos de los pueblos. En aquella ciudad perdida en los habitáculos de mi mente, no se permite en horas de la noche la circulación a pie. Se debe a la inseguridad a que vivimos en una era donde la mayor de las certidumbres es la propia incertidumbre. En ella me encontré a pocos días de haber llegado a un hombre misterioso que a pleno sol del mediodía, ofertaba las carnes de su hija adolescente en medio de la plaza pública que es utilizada como mercado.

Pregunté, extranjero y peregrino al fin, y me contestaron asombrados que tal comercio era completamente legal en aquella ciudad y que el dolor del hambre era necesario erradicarlo o combatirlo con cualquier clase de negocios o contrataciones. En Ibn, se contratan efebos y doncellas nubiles para los actos de lujuria y sodomía mas impensables, sin ningún rubor y sin represión alguna de las autoridades de la ciudad que lamentan que no exista alguna prohibición al respecto.

Allá se puede comprar o alquilar una mujer para casi cualquier tipo de servicio o de capricho. La racialidad de las habitantes de Ibn, de piel morena y lacios cabellos, las hace favoritas de extranjeros que van al lugar a comprarlas para adornar sus palacios y tenerlas como cortesanas y favoritas o tan solo para hospedarlas y llevarlas a vivir a sus casas como figura decorativa y para trabajar en esclavitud.

En la plaza, pude contemplar a un Legislador rumano que frisaba más de medio siglo de edad, practicando la sodomía con un efebo de la ciudad que acababa de comprar. Me confesó que estaba cansado de las rutinas y habladurías de su esposa y estaba buscando nuevas formas de alcanzar el placer. En aquella plaza, caída la noche y en franca violación a las leyes de la ciudad en que he fijado residencia, pude contemplar finalmente a Diana. Lucía en su frente y alrededor de la cabeza unas extrañas hojas a modo de las Odaliscas griegas descritas en la Mitología griega.

Exhibiendo una piel recién bañada con algunos poros todavía con algo de humedad por el agua que sobre ella se acababa de derramar; confieso que me sentí fatalmente atraído por las carnes porosas, humeantes, vaporosas y deformes de aquel fantasma alado. Les confieso que el fantasma del deseo por aquel fantasma maldito me poseyó por instantes. Les digo y me atrevo a jurar que en algunos momentos quise saltar hacia ella como un tigre al acecho, como aquellas figuras fantasmales que veía, lleno de miedo nocturno, al apretar fuerte los ojos en las oscura habitación de mi infancia; pero aun así quería llegar hasta ella, tocar sus superficie y pasar sediento mas allá de las fronteras de su piel y de sus carnes, hacerme intruso en terrenos prohibidos y terribles, húmedos y resbaladizos.

Por su parte Diana no daba muestras de haber notado mi presencia, ni de haberme visto antes ni siquiera de haberme conocido. La reacción me dolió profundamente, debido a la distancia que nos separa, a la diferencia de cuerpos como recipientes del alma: Ella vaporosa e informe como el humo, yo todavía cargando mis carnes y enmarcado en este alfabeto de huesos y tendones, en este velero insomne y vagabundo.
En Ibn me he quedado a vivir definidamente, tal vez en ella pase la Eternidad o tal vez, llegada la noche del dia número mil de mi estancia interior, me decida a buscar otras ciudades interiores, otras residencias del espíritu.

En una tarde de martes me aventuré a recorrer las callejas de la parte mas miserable de la ciudad, sin importarme los riesgos a que pudiera enfrentarme. Al haber recorrido no sé si dos o cuarenta cuadras o tal vez cuarenta casas, o tal vez cuarenta pasos, pude contemplar una vasija de barro rota irremediablemente y tirada en el suelo, luego de recoger uno de sus trozos ya muertos para el uso, me encontré nuevamente con Ibrahim Mattar, aquel ciudadano de Quios que me ha acompañado en estas divagaciones que les cuento. El es un hombre de casi cuarenta años de edad, que sin embargo tiene un aura de sabio y aparenta tener mas edad de la que confiesa y de la que lo acusan sus barbas blancas y el tono grave de su voz, sin embargo su energía y su interés en acometer empresas e iniciar largas caminatas en las llanuras o escalar colinas, sin mas equipo y protección que sus polvorientas sandalias, dicen lo contrario y se los siente mas joven y vigoroso.

Acompañado de Ibrahim, que accedió a servirme de escolta, me interné en callejuelas que no llegaban a ningún lado, sin organización ni dimensiones precisas, desprovistas de asfalto, serpentinas urbanas habitadas por una peligrosa fauna humana de asaltantes, falsos consejeros, creadores de acertijos, fabuladores, cínicos, proxenetas, oportunistas y charlatanes de feria que encantaban víboras al sonido de sus flautas de madera. El mercado de aquella otra pequeña plaza interior es muy diferente en cuanto al contenido de las ofertas, el variado origen de los productos y artesanías que se muestran al visitante y en cuanto a la calidad de su acabado. Hasta en esta pequeña ciudad abandonada y perdida en el tiempo y en mi mente, hay diferencia de clases. La otra, la gran plaza mayor de la ciudad es marcadamente diferente en su presentación que en verdad es pobre y falta de belleza, con una arquitectura que podremos tildar de aleatoria en el sentido de que cada quien ha querido construir a su propia forma y conveniencia, según sus escasas posibilidades y valiéndose de los materiales propios de los alrededores.

Este hecho y consecuencia ha provocado una verdadera riqueza de expresiones que van desde lo modestamente brillante y hasta original a lo falto de originalidad y de un mínimo de belleza, imponiéndose siempre lo utilitario ante la inutilidad de las cosas bellas en una ciudadela tan hostil y abandonada, sin alma alguna que la cuide y vele por ella.

Ibrahim me alcanzó a contar que Diana King tenía muy buenas relaciones con el poder político de la ciudad que estaba formado por un Concejo de tres ancianos sabios. El primero era el sacerdote de la ciudad que oficiaba cultos a Qud y a otras creaciones y entes de la práctica religiosa. El, fue quien aumentó la sensación de bienestar y mejor enfrentó el tedio existencial de los habitantes al crearles una figura objeto de culto y, valiéndose de algunas consejas que llegaron a sus oídos en su divagar por otras ciudades, el retrato de la fisonomía del supuesto dios pagano y además redactó y le dictó al pueblo, gracias a su reconocimiento como Sumo Sacerdote, todo el dogma base de la ortodoxia del nuevo culto. Kahlid, que mas tarde supe era su nombre, logró crearse un prestigio en el pueblo y recibía y administraba a su antojo las arcas de las ofrendas y sacrificios que él mismo exigia, o que la supuesta divinidad dictaba por boca de Kahlid lo que pronto lo convirtió en el hombre mas rico de la ciudad perdida y podrida.

Kahlid fue el primero que se dio cuenta y descubrió que los pueblos necesitan para su propia génesis y el fortalecimiento de su identidad y sentido de pertenencia, la presencia ineludible de fantasmas y de mitos. Un pueblo sin mitos está llamado a perecer o a nunca formarse. La verdad de las naciones se fundamenta en sus mitos. Sin la presencia de historias fantásticas y heroicas, de villanos vestidos de héroes y de diablos vestidos con la cándida piel de las ovejas, es imposible crear un pueblo y hasta fundar una nación.

El segundo miembro del Concejo es un fabulador impenitente, Histrión Maccabeus, provisto de una grande y desbordada imaginación y creatividad maravillosas. A ello se une su habilidad para fingir el dolor y ocultar los sentimientos. Un antropólogo inglés que tocó las costas de Ibn venido de Australia, llegó a definirlo de manera pública con esta frase que reposará, a pedido propio, en su lápida el dia en que muera y sea devuelto a la madre tierra: “En este mortal, que aquí reposa, lo único original, fiel, verdadero, real y creíble, lo fue su falsedad y su cinismo” Debido a ello, y como sucede en toda organización humana que pase de un solo miembro ( y el hombre mismo también tiene sus luchas interiores), se sucedieron no pocas pugnas y luchas de intereses por las cuotas de poder que se detentaran dentro de la ciudad y de su gobierno.

Histryon le daba a entender a Kahlid que él, como Sumo Sacerdote, tenia todo el poder y que el cínico era apenas un abnegado servidor del pueblo, que según Kahlid, aumentaba secretamente sus bolsas con los robos a la administración municipal y al cobro de toda clase de impuestos, nombramientos e intercambio de favores y clientelismo político, además de servirse de las sacerdotisas del altar.

El tercer miembro del Concejo de Ancianos de la ciudad, el Doctor Ankhahar, era el único verdaderamente anciano y sabio. Imposibilitado sexualmente por la edad y por haber sufrido en su infancia una castración dolorosa para mantener aflautada su voz y poder cantar en la Catedral del Imperio que los dominaba. Era un académico de mas de medio siglo de trabajo, enseñando no se sabe cuales ciencias ocultas ni en cuales prestigiosas academias y universidades del mundo. Su vasto currículo dice que en Watavia impartió por largos años la cátedra Einsten de la cuadratura del círculo, fundó además la asociación mundial de alquimistas retirados y la Logia secreta de los políticos virtuosos en Basilea, Suiza.

En verdad y en justicia el origen histórico de toda ciencia consagrada como positiva ha sido el ocultismo y las prácticas religiosas ancestrales. La astronomía nace del vientre de la astrología, la Química surge del mito de la alquimia, la psicología clínica es parida por el dogma católico y universal de la confesión al Sacerdote o brujo de la tribu. El mismo Sigmund Freud le debe mucho a aquellos brujos de tribu, e imitaba hasta en la posición tendida del paciente siquiátrico, la genuflexión como posición fundamental del adorante tribal.

Visto desde atrás a aquel tercer anciano se le podía apreciar, la calvicie en forma de la voluntaria tonsura de los monjes medievales apartados del mundanal ruido. De frente, mostraba unas blancas patillas que parecían dos patas gruesas y curvas de alguna especie glacial en peligro de extinción, vestido siempre de una toga, semejaba un monje tibetano en adoración o, de modo mas profano a las imágenes de Gustav Klimt vestido de bata china.

Hablaba sentenciosamente como quien está seguro de todo lo que dice y caminaba siempre como ausente inmerso en profundas cavilaciones existenciales, rondando las preguntas claves de la vida: Como llegué hasta aquí, quien me ha hecho el favor de traerme, hasta cuando estaré aquí, cual es mi destino final en caso de que los profesantes de la reencarnación y del mas allá, creencias no aceptadas por la secta de Qud donde Kahlid ministra, tengan razón y nuestra muerte sea apenas el inicio de un viaje por otros mundos por otras estancias, por otros universos que cuelgan “ingravidos y gentiles como pompas de jabon” a todo lo largo y ancho del infinito espacio sideral.

Estas interrogantes lo ocupaban y lo abrumaban siempre. Si al caminar alguien le preguntaba hacia donde se dirigía, contestaba de inmediato que depende de al viaje a que quien le preguntaba se refiriera. Si se trataba del espacio medible y tridimensional, contestaba que iba a la Academia o a dictar alguna conferencia en alguna ciudad desconocida en alguna prestigiosa Universidad que nadie conoce y en la que nadie cursó materias jamás. Si le explicaban que era refiriéndose al curso de sus pensamientos y profundas meditaciones, aseguraba que iba hacia la nada, hacia el mismo punto al que han llegado todos y cada uno de los mortales que en todas las épocas se han formulado las mismas preguntas existenciales, desde antes de Sartre y aun mucho después de Sartre.

De los tres ancianos del Concejo, él era la figura mas notable aunque vivía modestamente. Lo tenían por un hombre sabio pero no apreciaban de manera sincera, ni tampoco imitaban sus inútiles, pero invaluables consejos de sabiduría. Este anciano estaba como secuestrado por dos oportunistas malvados que se aprovechaban de su buena voluntad, de su pervertido amor al estudio y al conocimiento y de hallar en él el extraño fruto de la bondad sincera.

El mismo se confesaba un incomprendido, alguien que en su infancia pensó en la necesidad urgente de cambiar el mundo, y en la ancianidad llegó a convencerse de que la empresa de cambiar todo el mundo era imposible y hasta injusta, improbable histórica y sicológicamente, pero que se había decidido a cambiar él primeramente como un pequeño aporte al cambio tan necesario.

Las cosas en la ciudad interior iban de mal en peor, sin importar la presencia del Concejo de ancianos notables. Asistí, escoltado por Ibrahim, a una de las sesiones del Concejo, luego del pago de un breve impuesto legislativo. Anteriormente y por varios años, las actividades se realizaban de modo secreto y ningún habitante de la ciudad tenía el privilegio de asistir a ellas, de tener voz y mucho menos voto. Luego de una pequeña apertura y dada mi condición de extranjero y errante dentro de mis propias estancias y posesiones mentales, fui admitido a la sesión donde el tema principal era la importancia de la angustia en la calidad de la creación artística. El sabio de patillas canosas y tonsura medieval, estaba de acuerdo con Histryon Maccabeus en el sentido de que el arte es una creación y un parto del dolor.

Fundamentaba sus criterios, al menos Histryon fingía hacerlo, en las declaraciones de Ernesto Sábato en una conversación con Borges donde dijo: “Para mi el ejercicio de la creación literaria es como una tortura, como una flagelación constante y dolorosa”, mientras que Borges dice que se trata de algo así como una liberación, y si es una liberación para él se deduce que la literatura aprisiona, ahoga y atosiga. Mucho me sorprendió que en una ciudad derruida y rota, sin conocida ubicación ni gentilicio se ventilara un tema de tanta profundidad y alcance intelectual.

Entonces, sentada en una de las casi desiertas poltronas heridas de tiempo y de polvo de muchos olidos la pude ver. Pude ver a Diana, o tal vez me creí verla. El tanto ejercicio repetido de imaginarla me obliga, y me hace, verla por todas partes. Nunca algo tan ausente se había sentido tan dolorosamente presente y tan cercano en las andanzas de mi mente. Nunca en realidad me había dolido tanta ausencia ni había tenido tan presente, cerca de mi, metido en mis adentros, en los intestinos y la vil bilis de mi conciencia, en los huesos de mi cráneo herido, en las barreras de mis sienes pobladas de las canas que dejan los años y las mordidas soledades exteriores e interiores.
La soledad se ve por dentro, desde adentro y se palpa por fuera, desde fuera de la carne, desde dentro del espíritu. No basta estar físicamente acompañado, en este extenso valle virtual de la vida para uno sentirse triste y dolorosamente solo, como tal vez deba sentirse un solitario.

Luego de estas cavilaciones y amarguras, me despedí de Ibrahim y me dirigí al cementerio de la ciudad. Quien quiera conocer una civilización, una cultura o un pueblo, debe escuchar las voces de sus muertos, la forma de enterramiento, los objetos funerarios, para formarse una idea de cómo piensan sus vivos y por que piensan así. Me llamó la atención la existencia pocas cruces. En el mundo de la tradición cristiana occidental, uno se imagina los cementerios poblados de cruces, pero en el caso de los cementerios judíos o las tumbas de musulmanes, no hay cruces, solo estrellas de David o Medias lunas.

El cementerio estaba en una hondonada que colgaba de una pequeña colina, como colgaban los grandes aretes de las orejas gitanas de Lola Flores. Era un campo yermo, tan solo fértil para sembrar muertos. Me dediqué a leer lápidas y epitafios, frases en lengua extraña desconocida para mi, frases entrecortadas o a medio decir, acuso que tal vez eran mal escritas, en letra torpe y burda, con algunas grafías perdidas en la noche de los tiempos, quizás inconexas y faltas de estilo y brillo, presentadas sobre la roca, el mármol, o la madera apolillada en letras color ocre, negro o carmesí.

La experiencia, les confieso en olor de verdad, que me marcó. Anoche nomás, estaba compartiendo una botella de un buen vino australiano en compañía de tres confesos y sospechados amigos. Quise narrarles mi historia pero los tres, a eso de las nueve y tres de la noche, estaban inmersos, como el sabio de las patillas canosas, en su BlackBerry, texteando con algún maldito perdido en el desierto de los mundos de la postmodernidad o naufragando detrás o entre las nalgas de alguna mulata culona del Caribe. No me tomaban en cuenta ni atendían las preguntas corteses de un resignado camarero alto y rubio que semejaba mejor a un yuppie o a un ejecutivo bancario o a un estudiante de Harvard, que a un mesero. Me vi obligado a interrumpirlos y a decirle que me sentía terriblemente solo. Que mi soledad era irremediable y honda, creyeron que les hablaba de mi soltería, pero no, les dije que ellos estaban físicamente y que solo faltó que yo también me dedicara a textear y me fuera del lugar aun sin pagar la cuenta.

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