martes, 7 de febrero de 2012

Confesiones de un suicida

Confesiones de un suicida

En aquel día de noviembre, cuando comienzan los fríos, me fui a Nueva York. Era un peregrinaje mas hacia la nada, hacia el todo que puede dar, o desprendérsele, a un fantasma. Durante el viaje se aceleraron mis pensamientos y la idea del suicidio se fue fortaleciendo. Si lo iba a materializar debería ser allá, en la Babel de hierro, en la jungla de asfalto y soledades. Donde las calles y avenidas semejan largas e interminables lenguas negras de serpiente urbana, que lanzan su vaho en los escapes de vapor de la calefacción que surge desde el suelo; entre las cloacas, como si fueran eructos de Mefistófeles.

Esa ciudad es el escenario de mis locuras. Puedo estar muy cuerdo cuando estoy en compañía de los “boxeadores cotidianos” que menciona Ortega y Gasset en El Espectador, me siento incluso confiado e ingenuo entre ellos, a veces finjo ser uno de sus iguales y actúo de manera opuesta a mis principios. El bus arrancaba o me pareció que se desplazaba por New York Avenue de Washington, DC, mientras estos pensamientos afiebrados, estructurados y a veces inconexos y torpes, nublaban y ocupaban mi mente. La neblina, los días grises, son el ambiente perfecto para los depresivos. En verdad era uno de esos días plomizos que considero maravillosos. Por lo general la gente considera un día lluvioso y gris como un mal día. Sin embargo un día gris invita a la meditación y a la vida contemplativa. También es un día que nos sosiega emocionalmente y hasta a nivel cardíaco, contrariamente a los días soleados que invitan a fatigantes actividades físicas, al trabajo al aire libre.

Además un día gris invita a comer caldos y sopas, a abrigarnos y quedarnos en casa, a invernar sin ser invierno. Además como que los días grises invitan a copular, a la procreación y a la creación literaria, es decir al menos cinco aspectos que le dan buen sentido a la vida, entonces caemos en la cuenta de que los días grises y faltos de sol son preferibles, y tal vez mas productivos, que los días de ardiente sol. En esos días tan grises como mi vida, gris como imagino ha de ser el humo del fantasma de Diana King, no sé por qué siempre la imagino vestida de gris hasta la rodilla, con un traje recatado y sobrio, como esos de las secretarias de oficinas de abogados, con algún crucifijo de plata para alejar los malos espíritus, en el centro del pecho, que me hace recordar el “Gólgota Rosa” de Fabio Fiallo.

Me presenté a la Quinta Avenida con Calle 34, pagué el boleto de turista de quince dólares y me dediqué a fingir que escuchaba atentamente las explicaciones de la historia, diseño y construcción del Empire State, al llegar al piso cien, desde el elevador del piso ochenta y tres logré evadirme del grupo de visitantes hacia la escalera de servicios y me hallé ante una ventana de cristal desde donde se veía la ciudad entre nubes.

Seguí pensando ante aquella ventana de cristal que era indiferente a mis tristezas y como que no le interesaban mis pensamientos por buenos que me parecieran sus argumentos y contenidos, aquellas reflexiones últimas y con sabor a despedida, aquellos pensamientos de fatal entrada a la morada de los muertos, a aquella idea de la existencia de un Walhalla cimarrón. Cada civilización ha tenido su especial cuidado y hasta adoración por los muertos, una fantasmagoría fantástica que se transmite de generación en generación con la muerte como objeto de culto: Los egipcios, los Yorubas, el Vudu, los Incas y los Mayas, el dios de la muerte de los Aztecas y La Llorona, el Hades y el Seol, la cosmogonía taína de la muerte, los objetos funerarios y las tumbas sagradas, donde se confunde la ministracion religiosa con la ministracion funeraria; todas esas ideas en carnaval me pasaban por la mente, cuando de pronto siento pasos detrás de mi, pensé en menos de un segundo que era Caronte, el balsero que iba a buscar mi alma para depositarla en los infiernos, pero también, y con mas esperanza, me pareció que eran dos Ángeles, blancos y rubios, que cumplían el encargo de conducir mi alma hacia el Eterno, hacia la Divinidad, hacia la Iluminación.

Pero se trataba de un empleado de manteniendo, negro, que portaba unas escobas o algún objeto de limpieza o me pareció a mi. No me preguntó nada, ni como estaba, ni si estaba Ok, ni si planeaba saltar al vacío, ni tampoco pareció verme. Me dije entonces: Pero ni siquiera este empleado de limpieza le importan mi vida y mi destino. Debo ser intrascendente, sobrar en esta vida, ser un número sobrante de los excluidos, los proscritos de Ernest Junger de la marcha globalizante. Ni siquiera soy una parte de una estadística. En caso de que consume mi suicidio y complete mis intenciones, seré visto por el público en los noticiarios de las once de la noche. En el punto final del día en que nos atiborran de cosas terribles que han pasado en Medio Oriente, el flujo de cadáveres de soldados desde Irak, las discusiones en el Congreso de Estados Unidos sobre recortes al gasto militar o la aprobación del Presupuesto, alguna advertencia de salud, algo de moda y algo de chismes inartísticos de la vida artística internacional, todo ese coctel le es servido al ciudadano, al Homo videns de Sartori de la posmodernidad, como la leche de un biberón para que se duerma un niño. Se le mete por los sentidos ese indeseable chip con toda esa información dañina, negativa, baladí, perniciosa, letal por demás, y entonces al otro día se queja de haber dormido mal, de tener la visita inquietante de fantasmas, por haberse desvelado o despertar afectado de horribles temores y tumores de su conciencia. Entonces me sentí fantasma.

Por mera curiosidad o ni siquiera por ella, me interesó la fecha de mi deceso, quienes podrían asistir a mis deshonras fúnebres, quienes se interesarían por las causas, mas allá de los periódicos y sus crónicas rojas, por saber las causas de mi suicidio, el desgano vital, la pasión por la idea de la muerte como una salida hacia la nada o hacia el todo de la Eternidad, que sería de la repartición de mis pocos bienes y de mis muchos males, quienes me tildarían de “bueno”. Me sentía tan solo como ha de sentirse un traidor que es condenado al cadalso, a la horca, o a arder en la pira de las brujas medievales. Estaba herido de una soledad mas dolorosa y profunda que la que fue mi compañera de toda la vida, Donna Soledad de la Nada, que se negaba a acercarse a mi, se mantenía distante en un rincón y hasta se burlaba , al tiempo que me animaba a lanzarme hacia la muerte sin temor a quedar en la viudez.

Puede que no me sintiera a gusto con el tema, el argumento y con los capítulos finales o totales de mi vida. Si fuese un suicida pasional, por amor, y lo digo con el debido respeto por los miles y miles de fantasmas suicidas, creo que si fuese así, seria un suicidio vulgar e irrelevante. Tampoco aspiraría a un suicidio tan místico como el de Yukio Mishima, artístico y místico al mismo tiempo, hecho en la carne con la solemnidad de un ritual de la carne, como la circuncisión del judaísmo, aunque uno sea origen y motivo de vida, de redención, de entrar en el Pacto, y el otro, con todo y su solemnidad cuasi religiosa, solo trae la muerte.

El hecho es que estaba parado ahí, hacía rato en cuerpo presente, ante una ventana de cristal del piso cien del Empire State Building que da hacia la Quinta Avenida. Escogí esa ventana por ser el ala que da a una de las Avenidas mas famosas del mundo, calles 34 habrá muchas en cualquier ciudad, pero Quinta avenida una sola. Entonces mi mente comenzó a mostrarme otro rollo de recuerdos y me vi, debajo de la cama de mi madre y mi cruel padrastro, huyendo de algún castigo físico que regularmente excedía en su rudeza y con mucho a la falta cometida. Al mismo lugar había ido a parar o a esconderse allí Wintin el perro de la familia. Me gruñó feroz y hasta me mordió. Se detectó mi presencia al instante, fui ubicado y apresado por las manos fuertes y rugosas de mi madre quien me golpeó salvajemente, como con morbosa satisfacción al inflingirme daño corporal, severa y sistemáticamente me golpeaba, y yo, en mi ignorancia, llegué a adorar y hasta desear esos golpes, me sentía tomado en cuenta y hasta tenía una especie de intercambio afectivo o destructivo con otra persona, con otro cuerpo humano, era dolorosamente fascinador sentir que me tomaban en cuenta aunque fuese para producirme dolor.

Luego de estas cosas pasaron ante mi las visiones de mi primer intento de suicidio. Había sido mordido, como castigo, unas cincuenta y cuatro veces en todas partes del cuerpo. Una sola en la cara, en la mejilla derecha, la mayoría en los brazos, el pecho, mi débil y esquelético pecho, la espalda, las piernas y hasta en uno de los dedos del pie derecho. Con estas marcas visibles y lágrimas en los ojos, después que pude huir o mi madre me soltó al ver que yo no oponía resistencia a su sadismo sistemático; me vi subiendo las escaleras de un negocio en el que trabajaba como cajera, una de mis hermanas. Las escaleras llevaban a un almacén o depósito de la segunda planta del edifico y estaban expuestas a la calle. (Todavía estén así). Al lado del edificio de dos niveles se encontraba una pequeña vivienda techada con planchas de metal en la que vivía mi hermano mayor con su primera esposa. Me sentí atraído a lanzarme de cabeza al vacío y poner fin a mi existencia, a la cadena de incertidumbres de mi vida, a los dolores de mi infancia y adolescencia. Pero no salté. Me faltó valor para ser cobarde o cobardía para ser valiente. Me lamí las heridas, en la escuela me preguntaban que quien me había hecho eso y me vi obligado a decirle que había sido mi madre. Tal vez por cosas como esas, ella con el paso de los años me pedía perdón de manera general, sin especificar a cual de los tantos abusos y crueldades se refería. Me dediqué a vivir o a desvivir con esas heridas, que se me borraron del cuerpo, pero no del alma.


Pero, si me lanzaba, como iba a dejar sola a Diana, qué iba ella a pensar de mi, me vería de seguro como un cobarde, que se dio por vencido o que se dejó vencer, que no pudo vencerse a si mismo o que fue vencido por ella, que sería el peor de los casos. Ella, desde una esquina de cualquier calle, leería el periódico con la crónica de sangre de mi suicidio que sería menos impactante que el de Mark Rothko en febrero de 1970 en pleno Nueva York. Rothko, un artista vital de la contemporaneidad estaba herido por el divorcio de su segunda esposa, interactuaba en realidad íntimamente en aquellos años de tormenta interior y de profundas depresiones, con su infaltable cigarrillo y con la escalera de metal en que subía a pintar las partes superiores de sus cuadros monumentales. Unos ayudantes lo encontraron en su estudio de Nueva York ya muerto. Se había cortado las venas y derramado su sangre sobre el lienzo manchado profusamente del piso del estudio.

Luego del empleado indiferente haber pasado detrás de mi, pasaron ante mis ojos o mas bien en la pantalla de mi mente, en el lienzo de mi alma, los recuerdos de anteriores escenas puntales y fundamentales de mi vida, que se alzaban como las columnas del dolor, como un rendimiento de cuentas de un funcionario ante la Cámara de Representantes. Ahí estaban en pantalla los accidentes e incidentes mas trascendentes e importantes de mi existencia. Las despedidas son en realidad procesos de rendición de cuentas. Vi las calles y avenidas, las muertes y las vidas. Las gratitudes y malquerencias, el reiterado rechazo, hiriente, directo, dañino para la formación del carácter de un niño y adolescente, las monedas perdidas, el juego de canicas o mas bien de bolas de cristal con mis amigos; mi padrastro volcando una vasija plástica donde criaba unos infelices pececillos que había comprado por algunos centavos, que saltaban en la tierra buscando agua, mientras que yo lloraba impotente al verlo cortarlos en trocitos, aun vivos, alegando que yo era un charlatán y vago que perdía el tiempo criando sapos.

Pasó ante mi la temprana muerte de mi padre antes de mi nacimiento y por causas desconocidas, mis traumáticas relaciones con mi madre y su amor incomprendido, (ya de adulto quiso darme todo el amor que no me dio en aquellos años terribles, y que tanta falta me hizo) mi temerosa llegada a la adultez, mi matrimonio, la llegada de los hijos y las satisfacciones y sueños que nos traen. El recuerdo de Ketty, el primer amor infantil, la comprensión de lo incomprensible, el hecho de ser iguales humanamente pero distintos en género y en posición social, el hecho de uno desear por primera vez en la vida la compañía de otra personita que nos hace falta y que al final se mudó del barrio mientras yo me encontraba en la escuela y jamás supe nada de ella. Qué seria de ella luego de mas de cuarenta años sin verla, si la veo, la podré identificar, se habrá casado, habrá muerto, estará viva y latiendo a miles de millas de mi, me recordará tan vivamente como yo la recuerdo, será feliz en su matrimonio, estará gorda, anoréxica, depresiva y menopáusica. Todas esa cosas me pregunté de ella, aquella niña blanca vestida de raso con un vestido de paneles, celestial y eterna, irreal y al mismo tiempo como una diosa terrenal de carne y hueso, cuya madre era costurera y tenia televisor a blanco y negro en su casa, una gran novedad en el vecindario, una demostración de status y de poder adquisitivo, además de una forma de mostrar que se pertenece a una clase mas elevada.

Allí estaba Diana King. O me imaginé que estaba al lado mío o cerca de mí, en aquella escalera interminable del edificio rematada por una ventana de cristal abierta al infinito, que me invitaba a saltar, que me incitaba a saltar, que me seducía casi con la misma intensidad de la carne sugerida. Un seno mostrado completo tiene menos encanto y atractivo que el territorio del seno sugerido, a medio pronunciar, que le deja el espacio a la morbidez y a la imaginación creativa para definirlo, redefinirlo, explorarlo o reinventarlo, descreerlo o descrearlo en la parte de la humana figura que estamos viendo. Un seno femenino es a un mismo tiempo genio y figura de la continuidad de la especie que nace menos protegida y mas vulnerable de toda la creación y al mismo tiempo abre puertas a la morbidez, a la creación e imaginación de falsos orgasmos, de falsas satisfacciones sexuales, a querer ser herido por la punta de un seno que nos mate, que nos consuma o que nos vivifique al libar sus fluidos como fantasmales, profundamente eróticos, eternamente deseables, “como gemelos de gacela” Un seno es una puerta abierta a la eternidad, al instante perecedero, hacia la vida o un salto inexorable hacia la muerte, hacia la consumación propia del ideal, de la satisfacción. Un seno puede enseñarnos mucho acerca de la vida y de la muerte. Son, como todo lo realmente trascendente de la vida, comenzando por el hombre mismo, transitorios y pasajeros, fugaces. Tienen los mismos interregnos de la vida, el nacer, el desarrollo, la plenitud, la vejez y la muerte o caída. La vida misma es una forma de plenitud, o está penetrada en algunos espacios de ella, pero también la vida es caída y muerte, entrada a la fosa de la decrepitud y el espanto.

Diana trataba de convencerme de no saltar, de no retar a la muerte, de no quebrar la Ley de Dios en ser el único dador de la vida y el único que puede tormarla cuando lo desee. Tal vez le preocupaba el hecho irreductible de que yo también al morir me convirtiera en fantasma, que divagara por los campos del Cibao, que tuviera mis correrías y mis canitas al aire con alguna que otra fantasmita, o, en el peor de los casos, que continuara en el mas allá mis persecuciones infructuosas del mas acá, detrás de ella, pensándola siempre, latiendo en sus latidos mortales de fantasma de cartón y espuma de goma, vaporosa como el humo, insensible e indiferente a los deseos locos de un humano picado de locuras existenciales y de vitales tedios.

Me gritaba o susurraba al oído, o creí o me pareció que fuese así, que me advertía del oprobio que significa el suicidio, carga que llevaría a cuestas por la eternidad. Me creerían un cobarde que no tuvo valor de ser cuerdo, de convivir con las circunstancias al modelo vitalista de Ortega y Gasset. Eso si, el mío no sería un suicidio por motivos pasionales. Tampoco quería matarla a ella, soy incapaz de hacerle daño a quien tanto amo, cuando ya ello ha trascendido a la obsesión ciega a la pasión irracional tras lo que no se tiene, tras lo imposible. Un suicidio por tales motivos abiertamente pasionales es vulgar, intrascendente e inartístico. Pero cómo iba yo a matar un fantasma, en caso de que algo tan irracional fuese posible.

Era, creo yo ya que me siento a salvo, el deseo último, personal y privado de la propia eliminación física, de la supresión personal y definitiva del ser desde el mismo ser en un ejercicio de la humana voluntad, era la idea de la autoflagelación extrema, de una suerte de harakiri para la propia eliminación física. Era me parece el deseo de borrarme del mapa de los vivos, de suprimir, en un acto de voluntad y en un auto de fe o de agnosticismo, todo lo que pienso que puedo representar, todos los valores, los criterios cosidos y entremezclados en el mismo fardo de mi vida a lo largo de los años, lo que los demás han ido dejando, o se han llevado de mi, como sobras del naufragio, sus frustraciones transmitidas, los caprichos de los malos y las bondades escasas de los escasos buenos, todo lo humanamente colectado durante la vida, las esencias últimas y las primeras de mi ser, lo que puedo o pude alcanzar a ser de manera integral, los estudios, los gustos por el buen arte, la humana secretividad en espacios vacíos y anónimos alejado del tumulto, la conversación elegante y distinguida sobre los temas fundamentales de la vida, lo que les importa, y por lo que mueren o dan la vida, los Elegidos, aquellos que mueren jóvenes o que si son adultos están siempre viviendo como niños, con el niño interior bien vivo y que cada día inventan una nueva forma de arrancarle una carcajada a la amargura de sus vidas, mientras retrasan la llegada de la muerte o del cadalso. Todo lo quería hacer trizas, cegar mis ojos, coserme la boca, lacrar mis oídos y no sentir nada, en una forma de anestesia vital, buscando dentro de mí, aquella voz interior que me gritara Mi Verdad.

Estaba solo con el Destino, solo Diana susurraba cosas que no me interesaban escuchar y menos aun ponerlas en práctica. Había llegado allí, ante aquella ventana que era la frontera entre el finito físico del edificio y el infinito de la Eternidad, por medio de un tubo, una estructura tubular, con olor a pegamento de ducto de acondicionador de aire, en verdad me pareció un largo tubo de plástico, algo así como un gran condón de látex, algo flexible pero con la necesaria dureza para sostener mi cuerpo que estaba pronto a ser ofrendado ante lo inútil.

Me encontraba en aquella “metáfora de la nada” como quien camina días y días por las llanuras de la Pampa interminable. Cavilando y construyendo monólogos interiores, liberando formas de pensamiento jamás dichas, zurciendo paradojas a su raído pantalón y a su abrigo que han de protegerlo en el invierno crudo y lento. Todo lo había dejado atrás, la gente no se interesaba hace años en hablar conmigo, evadían corteses mi compañía aunque yo tratara de deslumbrarlos con algún chiste ingenioso o de atraerlos con muestras de sincera solidaridad. Pero no, todo intento de acercamiento era inútil y me preguntaba tantas y tantas veces porque era así, por qué huían de mi o me evitaban. Llegué a hacer ejercicios en recepciones, adonde me llevaba mi cargo, estudios o funciones. Me dejaban solo en la sala, en medio de la gente, no disimulaban su desinterés que no pasaba de la hueca cortesía, del saludo a veces medio descompuesto y casi soez, de la mirada de recelo y desconfianza ante las tareas que se me asignaban como temiendo una insensatez o una locura de mi parte en los resultados. Diana se había ido del descansillo del final de las escaleras de servicio. Estaba solo conmigo, tristemente solo, dolorosamente solo con mi soledad. Entonces me persigné y me lancé al vacío.

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